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Cerrar los ojos

A veces uno tiene que cerrar los ojos.

Por ejemplo, cuando recibes un beso
que te regresa a la creación del planeta
y sientes en tu interior que los metales hierven en estado líquido
y el helio arde incandescente.

O cuando alguien que amas te muestra su trabajo más logrado
y tú, pensando absolutamente lo contrario,
tienes que decir con tono convencido: ¡Te quedó perfecto!

A veces uno cierra los ojos para no desistir.
Para continuar avanzando a pesar de los vientos helados y los aluviones.
Para poder seguir construyendo elaborados castillos de arena
aún sabiendo de las olas inclementes que vendrán a borrarlos.

Para no sollozar
y poder seguir dando la mano, sonriendo, abrazando.

A veces uno cierra los ojos para tener las fuerzas de dejarlo todo.
Para poder lanzarse volando por los alcantilados de la esperanza.
Para poder entrar a esos caminos tapizados de piedras ardientes,
que en algunas ocasiones son la única vía para llegar a tu destino.

Para respirar el aire desconocido de algún otro planeta.
Para olvidar.

Y, finalmente, a veces uno cierra los ojos cuando le pasa lo que a mí:
una conjuntivitis aguda.

Durante días y días
solo puedes ver el mundo a través del velo
inyectado de sangre de tus afiebrados ojos.

Empieza a crecer en tu interior
el miedo
a no poder ver más el rojo de las flores,
el verde del pasto o el marrón de sus ojos.

Y entonces pasas a pensar realmente
en eso de cerrar los ojos.
En el día en que ya no se abrirán más.
En el atardecer en que serán sellados
con dos monedas
para que el barquero te deje pasar a través del río Aqueronte.

Y  es allí que tomas realmente conciencia
de lo mucho que te falta por ver.
De que dejaste pasar sin darte cuenta
la oportunidad de abrir realmente los ojos.

Que perdiste mucho tiempo mirando hacia adentro.
Y que el mundo está allá afuera.
Esperando por ti.
Deseando tus ojos.

chaveztoro